Las desventuras de Sir Alberto y Don Fernando

Las desventuras de Sir Alberto y Don Fernando
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En el imaginario reino de Iberia, donde la coherencia política era tan escurridiza como la sombra de un halcón, dos caballeros destacaban por su habilidad para cambiar de parecer según el viento: Don Fernando de Murcia y Sir Alberto del Noroeste. Líderes de la poderosa Orden de la Gaviota, se presentaban ante el pueblo como defensores de la justicia y la libertad, pero sus acciones a menudo contaban otra historia.

Un día, el Consejo Real presentó el Gran Decreto del Pueblo, un conjunto de medidas pensadas para aliviar las cargas de los ciudadanos. Incluía la revalorización de las pensiones para los ancianos, ayudas para el transporte de los viajeros y una serie de iniciativas cruciales para la estabilidad del reino. Sin embargo, la Orden de la Gaviota, con Don Fernando y Sir Alberto al frente, decidió rechazarlo con gran escándalo, asegurando que el decreto incluía una medida inaceptable: la devolución de un antiguo palacete al Señor del País Vasco, quien lo reclamaba desde hacía años como suyo.

“El decreto es un disparate”, clamaron ante el Consejo. “Un cúmulo de improvisaciones”, sentenciaron, mientras se jactaban de haber frenado una medida que, en su opinión, no estaba bien formulada.

Con un golpe seco del mazo del Consejo, el decreto quedó anulado. Como consecuencia, miles de ancianos vieron amenazadas sus pensiones, los viajeros perdieron sus descuentos en el transporte y los ciudadanos quedaron a merced de un destino incierto. Pero en la alta torre de la Orden de la Gaviota, sus caballeros celebraban su victoria con brindis y discursos altisonantes.

El pueblo, en cambio, no tenía motivos para celebrar. En mercados y plazas, en campos y talleres, las preguntas se acumulaban. “¿Por qué nos han negado estas ayudas? ¿Acaso no ven el daño que nos causan?”, se preguntaban los ciudadanos. Pero Don Fernando y Sir Alberto ignoraban las críticas, enclaustrados en su torre, lejos de las voces del pueblo.

Pero como en todo cuento de poder y conveniencia, la historia no terminó ahí. Días después, el Gran Decreto del Pueblo volvió a presentarse en el Consejo. Para sorpresa de todos, la medida sobre la devolución del palacete seguía ahí, intacta, pero esta vez Don Fernando y Sir Alberto la celebraron con entusiasmo. «Es una muestra de justicia y equilibrio», declararon solemnemente, ignorando sus anteriores críticas. Sorprendentemente, su contenido era prácticamente idéntico. Y en un giro teatral digno de los mejores dramaturgos, la Orden de la Gaviota cambió su postura.

“Ahora sí lo apoyamos”, proclamaron Don Fernando y Sir Alberto, sin ruborizarse siquiera. Como si nada hubiera ocurrido antes. Como si no hubieran sido ellos mismos quienes, con gran pomposidad, habían tumbado el decreto inicial.

Los ciudadanos, atónitos, se preguntaban qué había cambiado. ¿Acaso el nuevo texto incluía palabras encantadas que lo hacían aceptable? ¿Se habían añadido cláusulas mágicas que antes faltaban? No. El decreto era prácticamente el mismo. Solo que esta vez, la Orden de la Gaviota había decidido que les convenía aprobarlo.

Nadie en la corte ofreció una explicación razonable. Ni Don Fernando ni Sir Alberto se molestaron en justificar su cambio de postura. Simplemente, el viento político había cambiado y con él, su voluntad.

Así, con un segundo golpe de mazo, el decreto se aprobó. Los pensionistas recuperaron sus ayudas, los viajeros volvieron a contar con transporte asequible y el reino respiró con alivio. Pero en las plazas y mercados, en los campos y talleres, las conversaciones eran distintas.

“Si lo rechazaron antes, ¿por qué lo aceptan ahora?”, se preguntaban unos. “Si era bueno para el pueblo, ¿por qué lo negaron en primera instancia?”, cuestionaban otros. Y aunque en la alta torre de la Orden de la Gaviota nadie respondía, la memoria del pueblo guardó aquel episodio con recelo.

Porque en Iberia, como en todos los reinos donde los intereses pesan más que las convicciones, los caballeros de la política de la Orden de la Gaviota podían cambiar de postura cuantas veces quisieran. Pero el pueblo, el que sufría las consecuencias de sus juegos, no olvidaba tan fácilmente.

Así termina este relato de traiciones y desventuras, de decretos rechazados y luego aprobados, de promesas rotas y discursos vacíos. Porque en la política de la Orden de la Gaviota, como en los mejores cuentos de juglares, lo que importa no es la verdad, sino quién controla el relato.

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