Los amigos de mis amigos son mi red clientelar

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Los amigos de mis amigos son mi red clientelar

“En la Región de Murcia ya no se licita: se bendice. Y quien no está en la misa, no entra en el reparto”

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En la soleada Región de Murcia, donde la huerta compite con las redes clientelares por ser el cultivo más rentable, se ha perfeccionado una práctica política digna de estudio: el arte de tejer favores desde los despachos del Partido Popular (PP). Aquí, la frase “los amigos de mis amigos son mis amigos” adquiere una dimensión más profunda, transformándose en “los amigos de mis amigos son mis asesores, mis contratistas y los adjudicatarios de todos los contratos menores que no necesitan ni concurrencia, ni publicidad, ni explicación”. Es la versión murciana de la eficiencia: si puedes adjudicarlo a dedo, ¿para qué complicarse?

En esta tierra donde los discursos hablan de modernización pero los pliegos duermen el sueño de los justos, los contratos menores se han convertido en el pan nuestro de cada día. Nada de convocatorias abiertas, ni de propuestas competitivas, ni de criterios objetivos. Aquí basta con una llamada, una recomendación, o una coincidencia casual en una comida institucional para decidir quién se lleva el próximo encargo. Se firma rápido, se ejecuta sin muchas preguntas y, si hay que justificar algo, siempre se puede hablar de “emergencia”, “confianza” o “eficiencia”.

Y lo más grave, lo más descarado, es que todo esto es legal. Escandalosamente legal. Legal a medida. Porque cuando el sistema está hecho por quienes lo usan, el resultado no es otra cosa que una trampa perfecta con apariencia de procedimiento administrativo. En vez de fomentar la libre competencia y el acceso igualitario a la contratación pública, se perpetúa una estructura cerrada donde los contratos van siempre a parar al mismo círculo, al mismo apellido o, como mucho, a una nueva empresa con las mismas caras.

El contrato menor: la navaja suiza del clientelismo

Si hay una herramienta que define la cultura política del PP en la Región de Murcia, esa es sin duda el contrato menor. Lo usan para todo: informes, consultorías, talleres, jornadas, decoración, estudios de impacto, campañas de publicidad institucional y hasta “apoyos técnicos” para proyectos que llevan décadas estancados. Y aunque la ley limita su cuantía y su uso, aquí se ha refinado tanto el arte del troceo, la urgencia justificada y la adjudicación sin preguntas, que cualquier encargo cabe dentro del marco de lo “menor”.

Algunas empresas —siempre las mismas— coleccionan contratos como cromos, sumando adjudicaciones encadenadas que, por separado, parecen inofensivas, pero que en conjunto conforman una facturación millonaria sin haber pasado jamás por un proceso de concurrencia real. Son las reinas del “servicio urgente”, las campeonas del “apoyo institucional”, las mejores valoradas en la sombra y las únicas que reciben la llamada cuando hay algo que “resolver con agilidad”.

Y no solo es cuestión de empresas. Los nombres propios también se repiten en las puertas giratorias de la Región, esas que conectan los despachos de confianza política con los consejos de administración, las fundaciones públicas o las asesorías externas. Aquí es habitual que la pareja de una asesora termine recibiendo un contrato menor del ayuntamiento, o que el hermano del jefe de gabinete aparezca como proveedor de servicios de comunicación, o que la empresa que organizó el acto de partido reciba después una adjudicación municipal para un evento institucional. Son coincidencias. Maravillosas coincidencias. Cosas del destino.

Mientras tanto, las pequeñas empresas sin padrino, los profesionales independientes o las firmas que apuestan por competir con méritos siguen esperando una oportunidad que nunca llega, porque nadie las invita a esa mesa donde se reparten las cartas. En la Región de Murcia, la mesa está reservada para los de siempre, y el acceso depende menos de lo que hagas y más de con quién te sientes a cenar.

Una estructura blindada con sonrisas institucionales

El problema de fondo no es solo ético. Es estructural. Es un modelo de poder. Uno que blinda los recursos públicos en torno a una élite político-empresarial que se reproduce a sí misma, que domina los procedimientos y que convierte el dinero de todos en herramientas de fidelización. La contratación pública no se concibe como una herramienta para mejorar servicios, sino como una moneda para mantener lealtades.

No es casual que algunos de estos contratos se repartan incluso en las semanas previas a una campaña electoral, ni que ciertos proveedores aparezcan con más frecuencia en los actos de partido que en el portal de transparencia. En el fondo, el clientelismo funciona como un sistema de premios por comportamiento ejemplar, y como un sistema de castigo para quien ose cuestionar la cadena de favores.

Lo más insólito es que este sistema se reproduce incluso en instituciones que presumen de autonomía, como fundaciones, consorcios o entidades mixtas. Basta con que un alto cargo haya aterrizado allí tras su paso por la política para que las prácticas se adapten: contrataciones con criterios opacos, convocatorias hechas a medida, pliegos con nombre y apellidos… y muchos contratos menores por debajo del radar.

Y mientras tanto, los discursos siguen. “Transparencia”, “eficiencia”, “modernización”. Las palabras de siempre en boca de quienes siguen repartiendo lo público entre sus conocidos, como si fueran azafrán de un mortero privado. Como si gestionar para los ciudadanos fuese un inconveniente, y no el único motivo por el que están sentados en sus cargos.

El gran truco está en la naturalización. Nadie se sorprende ya. La ciudadanía se ha acostumbrado a que los contratos menores vayan siempre a los mismos. A que los nombres se repitan. A que las adjudicaciones “urgentes” coincidan con campañas de imagen. A que las empresas amigas del poder sean también las que gestionan los eventos, los informes, las campañas de concienciación o incluso las estrategias educativas. Da igual si saben de eso. Da igual si lo hacen bien. Lo importante es que “son de los nuestros”.

Y por eso, cuando alguien intenta entrar por la vía normal, se estrella contra un muro invisible. No hay licitación, no hay criterio objetivo, no hay procedimiento abierto. Hay un “ya está adjudicado”, aunque nadie lo haya dicho aún en público.

Porque, en esta Región, ya no se licita: se bendice. Y quien no está en la misa, no entra en el reparto.

El sistema funciona. Demasiado bien. Y mientras funcione, nadie dentro querrá cambiarlo. Así que los contratos seguirán fluyendo en una dirección, los amigos seguirán cobrando, y los contribuyentes seguirán pagando sin saberlo.

Y todo esto —por si había dudas— sin saltarse la ley. Solo utilizándola como una escalera para llegar antes. Para llegar siempre. Para no dejar nunca de estar. Porque en la Región de Murcia, la legalidad no es sinónimo de ética, ni la eficiencia sinónimo de competencia. Aquí lo que importa es la lealtad, el silencio… y que tu nombre esté en la agenda correcta.

Y si no está, ya sabes: no insistas.
No es que no haya contrato para ti.
Es que nunca lo hubo.

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