«La crispación ha sido intensa. Las crisis, reales y múltiples. Pero lo verdaderamente inquietante no es la resistencia de un gobierno, sino la erosión de un sistema político que ha perdido la costumbre de escucharse»

Cuando Pedro Sánchez llegó a La Moncloa en junio de 2018 tras ganar una moción de censura, muchos lo subestimaron. Otros lo declararon “ilegítimo” desde el primer día. Lo que nadie discutirá hoy, siete años después, es que aquel momento no fue un simple cambio de gobierno, sino el inicio de un nuevo ciclo político marcado por la polarización extrema, la resistencia permanente y una sucesión de crisis que habrían hecho caer a cualquier otro Ejecutivo menos hábil o menos obstinado.
La moción de censura, mecanismo plenamente constitucional, fue retratada por la oposición como un golpe encubierto. Desde entonces, las etiquetas se repitieron como un mantra: “dictador”, “traidor”, “España se rompe”. Se trató no solo de criticar su acción de gobierno, sino de deslegitimar su propia existencia como presidente. A partir de ahí, la política española entró en una fase donde el adversario dejó de ser rival y pasó a ser enemigo.
En paralelo, el mapa partidista cambió por completo. Ciudadanos, que llegó a acariciar el liderazgo del centro-derecha, se disolvió entre bandazos estratégicos. El vacío fue ocupado por VOX, que irrumpió con un discurso radical y confrontadito, reintroduciendo en la escena política un tono bronco que España no conocía desde hacía décadas. La política dejó de girar en torno al consenso y pasó a encerrarse en trincheras ideológicas.
A la crispación interna se sumaron crisis encadenadas que marcarían cualquier época:
El conflicto con Catalunya tras el referéndum ilegal de 2017, que mantuvo al país en tensión institucional y emocional. La pandemia de COVID-19, que golpeó a España con especial dureza y convirtió la gestión sanitaria en una guerra política abierta.
Las DANAS, en la Región de Murcia primero y después en la Comunidad Valenciana, episodios climáticos extremos y una crisis energética global tras los conflictos bélicos de Ucrania y Palestina.
Y todo ello, con una oposición que en lugar de remar en la emergencia optó, casi siempre, por tensar aún más la cuerda.
La estrategia fue clara: no solo disputar el poder, sino minar la legitimidad del Gobierno. Manifestaciones, bloqueos institucionales, judicialización de la política y una maquinaria mediática alineada para amplificar cada tropiezo. Y, pese a todo, el Ejecutivo no cae.
En medio de esa tormenta, España no solo resiste: avanza en varios frentes. A pesar de las predicciones catastrofistas, la economía española ha sido una de las que más ha crecido en Europa en los últimos dos años, con récords históricos de empleo. El país ha asumido un papel relevante en la escena internacional: presidió el Consejo de la UE en 2023, reforzó su posición en América Latina y ha liderado debates estratégicos en materia energética, migratoria y de conflictos armados.
Esta paradoja, una España estable fuera mientras arde dentro, define nuestro tiempo político. Mientras el Gobierno de coalición ha mantenido su rumbo, la oposición se ha consumido en su propio relato apocalíptico. Ni Casado, ni Feijóo, han logrado construir una alternativa sólida y coherente. Vox, por su parte, incapaces de ofrecer soluciones tan solo han radicalizado el discurso.
Llevamos siete años en lo que podría llamarse una guerra política fría, donde cada pacto es presentado como una rendición, cada ley como un cataclismo, cada elección como el “fin de España”. En ese clima, el debate público ha perdido matices, y el respeto institucional ha quedado en suspenso.
La gran cuestión no es ya si Sánchez resistirá, ha demostrado una resiliencia política que muchos subestimaron, sino si los españoles podrán recuperar una cultura política basada en el acuerdo, el respeto y la convivencia democrática. Porque una democracia no se mide solo en urnas, sino en su capacidad de convivir con el disenso sin convertirlo todo en odio.
La crispación ha sido intensa. Las crisis, reales y múltiples. Pero lo verdaderamente inquietante no es la resistencia de un gobierno, sino la erosión de un sistema político que ha perdido la costumbre de escucharse.
Y esa es, quizá, la tormenta más peligrosa de todas.
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