«Los derechos sociales son otro frente abierto. Vivienda digna, educación, salud, trabajo decente: la Constitución los reconoce, pero los califica como principios rectores, no como derechos exigibles»

La Constitución de 1978 se nos vendió como la piedra angular de nuestra democracia. Hoy sabemos que esa piedra está agrietada. No hablamos de errores de forma o de problemas coyunturales: hablamos de contradicciones estructurales, de privilegios históricos y de un diseño rígido que hace casi imposible cualquier reforma real. Ignorar estas tensiones no es una opción: España necesita una reforma de calado que requiere nuevo proceso constituyente.
La Constitución fue diseñada rígida, con mecanismos que dificultan cualquier cambio. Esto explica por qué, décadas después, las contradicciones que dejó sin resolver se han convertido en frenos para la democracia y la justicia social. Cada intento de reformar derechos, equilibrar poderes o clarificar competencias territoriales choca contra un muro legal: la rigidez constitucional protege sus propias inconsistencias.
El ejemplo más evidente es el modelo territorial. El artículo 2 proclama la “indisoluble unidad de la Nación española” y, al mismo tiempo, reconoce el “derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”. Esta ambigüedad fue útil en 1978, pero hoy alimenta conflictos políticos permanentes, especialmente en Cataluña y País Vasco. La coexistencia de unidad y diversidad nacional no se ha concretado: vivimos en un limbo que genera tensiones constantes. Solo un nuevo pacto constitucional puede clarificar qué significa ser español y cómo convivir con la pluralidad interna.
La monarquía hereditaria es otro ejemplo de privilegio anacrónico. La Constitución proclama la soberanía popular, pero mantiene un jefe de Estado no elegido, invulnerable legalmente y con poderes casi absolutos. A esto se suma la preeminencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono, una discriminación sexista que contradice la igualdad formal reconocida en otros artículos. Además, el Rey ostenta el mando supremo de las Fuerzas Armadas, un poder que concentra autoridad militar sin control democrático. La coexistencia de soberanía popular y prerrogativas absolutas es incompatible con cualquier democracia moderna.
La independencia judicial tampoco está garantizada. Aunque los artículos 117 a 122 proclaman su autonomía, la politización del Consejo General del Poder Judicial ha convertido a la justicia en rehén de los partidos. Cada nombramiento, cada polémica, recuerda que la Constitución no garantiza independencia real. Sin justicia independiente, la democracia se queda coja.
Los derechos sociales son otro frente abierto. Vivienda digna, educación, salud, trabajo decente: la Constitución los reconoce, pero los califica como principios rectores, no como derechos exigibles. Esto significa que los ciudadanos tienen derechos en el papel, pero carecen de mecanismos efectivos para reclamarlos. La brecha entre norma y realidad social es hoy insoportable, especialmente ante crisis económicas o emergencias como la pandemia.
Otro absurdo es la mezcla de aconfesionalidad del Estado con privilegios específicos de la Iglesia católica. España es oficialmente aconfesional, pero mantiene acuerdos que favorecen a una confesión frente a otras. La igualdad ante la ley sigue siendo un espejismo mientras perduren estos privilegios.
La Constitución también mezcla liberalismo y socialismo económico: protege la propiedad privada y la libertad de empresa, pero al mismo tiempo subordina la riqueza al interés general. La ambigüedad ha generado un limbo legal que dificulta políticas claras frente a desigualdad, concentración de poder y desafíos del siglo XXI.
Frente a estas contradicciones, las reformas parciales son solo parches. La Constitución fue un pacto de transición; hoy es un corsé que impide que España responda a sus necesidades reales. Un nuevo proceso constituyente no es un lujo: es una obligación política. Solo con un pacto democrático y participativo se pueden eliminar privilegios anacrónicos, garantizar derechos efectivos, equilibrar poderes y clarificar competencias territoriales.
Quien defienda que el texto actual basta, defiende el inmovilismo y los privilegios históricos. Quien ignore que nuestras instituciones arrastran contradicciones estructurales condena a España a conflictos recurrentes y a desigualdad sostenida. La transición cumplió su función; el siglo XXI exige una Constitución nueva, justa y efectiva, sin privilegios heredados, sin discriminaciones por sexo y sin poderes absolutos que contradigan la soberanía popular.
Cada día que pasa sin abrir este debate es un día más de democracia incompleta. Es hora de dejar de idolatrar un texto histórico y empezar a construir un pacto constitucional que funcione de verdad para todos los españoles.
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