«Desde el pasado jueves tengo la impresión de que hemos vuelto a una época en blanco y negro, que creía olvidada y superada. ¡Cuán equivocado estaba! Miedo. Mucho miedo»

La condena al Fiscal General del Estado ha puesto bajo la lupa la credibilidad del periodismo. El alto tribunal parece no haber creído a tres periodistas de medios respetados —Cadena SER, El País y ElDiario.es— que afirmaron que su fuente no era el Fiscal General del Estado, y que la información circulaba en redacciones mucho antes de llegar al propio Álvaro García Ortiz. Y sin embargo, cinco magistrados lo han condenado por revelación de secretos. Retórica, irreprimible. Transparencia comprometida.
En una sociedad que presume de luz, este fallo se siente como una sombra que nos devuelve a los cines en blanco y negro, cuando la prensa debía inclinarse ante el poder o desaparecer. Porque lo que más duela no es la condena per se —dos años de inhabilitación, multa de 7.200 euros e indemnización de 10.000 euros a la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid— sino que aún no sabemos por qué exactamente el tribunal ha llegado allí. La sentencia no está redactada, sólo el fallo ha sido adelantado.
¿Qué dice la prensa? Los tres medios citados aseguran que su fuente NO fue el Fiscal; lo dicen abiertamente. Pero el tribunal no los considera creíbles. ¿Por qué? Esa es la grieta. ¿Qué fundamento hay para ignorar testimonios de profesionales ante la Justicia del país? Y más aún, ¿qué mensaje se lanza al periodismo cuando se estrecha así su arco de credibilidad?
La clave está en los vacíos. La resolución conocida señala que el Fiscal fue condenado como autor de un delito de revelación de datos reservados (artículo 417.1 del Código Penal) y que las intervenciones del tribunal concluyeron con mayoría de cinco magistrados frente a dos. Ese dato ya debería inquietarnos: dos votos disidentes en una condena histórica para un fiscal general del Estado. Y la sentencia completa aún no se ha publicado. La deliberación “exprés” añade otra capa de inquietud.
Hagamos la analogía: durante el franquismo la prensa se sometía o desaparecía; hoy es publicitada como libre, pero este episodio empuja al periodista a la galería de sospechosos: si decía la verdad sobre la fuente, ¿quién le protege cuando un tribunal le ignora? En blanco y negro: el poder alumbra una versión que el mundo cuestiona, y los matices se diluyen.
¿Por qué esta condena… y por qué así?
El proceso arranca con la filtración de un correo electrónico atribuido a Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña. Esa información llega a los medios, los periodistas alegan secreto profesional y niegan que su fuente fuera el fiscal. Sin embargo, el tribunal estima probada la participación del fiscal. Y dictamina condena. Y ahí reside la disonancia.
El fallo fue sorpresivo: adelantado antes de tener la sentencia escrita. La norma dice que debe redactarse. Pero aquí las partes conocen el fallo mientras el archivo formal aún está en blanco. Eso convierte la condena en una especie de foto sin negativo. En blanco y negro. Con los contornos difusos.
Y lo que se aprecia es que el tribunal no creyó a los periodistas que dijeron “no fue el fiscal”. Ese detalle no es menor: cuando la palabra del periodista se cuestiona, cuando la fuente se expone al tribunal y es descartada, surge un efecto político y cultural: el periodismo se retrae. Y eso afecta directamente a la democracia.
¿Qué está en juego?
Ante todo, la credibilidad de la prensa. Si sus profesionales son desacreditados sin explicación pública y el tribunal dicta condena sin aclarar por qué desconfía, la sombra se va al reconocimiento de la labor informativa. Y cuando el periodismo duda de su fuente temerosa, la información retrocede.
Segundo, la credibilidad de la justicia. Cuando un órgano tan alto adelanta fallo sin sentencia, sin voto unánime y con dos magistrados en discrepancia, ¿qué legitimidad exhibe ante el ciudadano? ¿Cuál es la transparencia que espera la sociedad?
Tercero, la del poder. Esa foto en blanco y negro donde el fiscal general —alguno de los cargos más poderosos del Estado— es condenado sin que entendamos aún el detalle, y el Gobierno dice que lo respeta pero “no lo comparte”. Es decir: la justicia lo condena, el poder lo acepta, pero dice no estar de acuerdo. Inquietante.
En esa analogía con el franquismo: entonces la prensa se pliega; ahora no se pliega pero siente que no puede ser creída; entonces la justicia era al servicio del régimen; hoy, la justicia parece dictar sin transparencia. Blanco y negro otra vez.
Entonces, ¿qué debemos preguntar?
- ¿Por qué los testimonios de esos tres periodistas no convencieron al tribunal?
- ¿Cuál fue la fuente que sí convenció?
- ¿Por qué se adelantó el fallo sin sentencia redactada?
- ¿Qué asuntos quedan ocultos en el camino que va de la prensa al tribunal?
- ¿Qué mensaje envía esto a futuros periodistas, a futuros fiscales, a la sociedad?
Una advertencia
El clima institucional parece replegarse hacia lo monocromo: blanco para el poder, negro para la disidencia, gris eliminado. Y la duda se convierte en algo incómodo: el ciudadano prefiere certezas, pero solo recibe silencios.
Para mí, que trabajo con palabras, ejercer el periodismo o la opinión significa creer que la palabra tiene valor. Y cuando un tribunal da la espalda a un periodista que amparó su fuente bajo secreto profesional, la palabra se resiente. No como concepto abstracto, sino como herramienta diaria.
Mientras tanto, en su despacho, el fiscal general, que negaba haber filtrado, ve cómo su carrera se quiebra. Pero nosotros no vemos el archivo que lo demuestra. Solo vemos la foto. En blanco y negro.
Y en ese escenario, la democracia se vacía. Porque si la prensa pierde su voz y la justicia su transparencia, ¿qué queda? Una escena en blanco y negro. Una cámara apagada.
Desde el pasado jueves tengo la impresión de que hemos vuelto a una época en blanco y negro, que creía olvidada y superada. ¡Cuán equivocado estaba! Miedo. Mucho miedo.
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